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miércoles, 7 de septiembre de 2011

Las vacaciones “no” relajan

Se ponga una como se ponga, las vacaciones no relajan nada. Resulta que te tiras el año entero soñando con ellas porque, desde que te incorporas de las anteriores estás ya hecha polvo, estresada, con sueño atrasado y qué sé yo cuántas cosas más. Haces tropemil planes – que si un viajecito por el Norte, que si visitar no sé qué capital europea, el siempre deseado y nunca conocido Camino de Santiago, que si unos días en el pueblo, para ver a la familia, las fiestas y tal y pascual… - En fin, que parece que, en vez de 22 días hábiles tienes cuatrocientos, durante los cuales el mundo se va a detener para que tú descanses lo que te mereces y, a ser posible, un poco más, que nunca viene mal.

Y la primera en la frente: si quieres irte para el Norte, te toca coincidir con algunos colegas, por eso del ahorro, que la gasolina a escote sale más barata, que así os turnáis a conducir, para no cansaros demasiado, que si la fiesta de la sidra no sé dónde, la del pescado frito en otra parte, la del marisco retozón, la “rapa das bestias”, la romería de San Serenín y pretendes hacerlo todo en cuatro días, con lo que te metes una pana que flipas, acabas con el estómago hecho puches de tanta sidra, tantos peces, tantas gambas y los pies reventados en la romería, tú, que no pisas la iglesia nunca y luego te toca volver a toda pastilla, porque no sé quién sólo tiene tres días, la reserva en la casa rural, que tú creías tan barata y te sale por un pastón se acaba y ya has vuelto y ni te has enterado. Con la maleta llena de ropa sucia y un dolor de pezuñas que tarda tres días en desaparecer. Y aún puedes darte con un canto en los dientes si no has tarifado con alguno de los amiguetes, el siempre indeseable cortarrollos, que se empeñaba en dormir cuando todos queríais salir, que se chuza el día que le toca conducir y que decide que os espera en la casa mientras vais a la romería, que no le gustan esos rollos sacros.

Cuando crees que todo se ha resuelto más o menos bien (es decir, que no has matado a ninguno de tus amigos y que, a pesar de todo, os seguís hablando) llega la fase de las capitales europeas: ¿por qué todo el mundo quiere visitar los sitios más tópicos? Te gastas una pasta para ir a París en plena temporada alta, o te aburres en los garitos de Praga, que a todo el mundo le parecen tan guays y tú estás harta de jazz y lo que te apetece es un buen codillo con cerveza, o te torras viva de calor en Atenas. ¿Por qué no visitar Sofía, por ejemplo, que nadie sabemos cómo es? A lo mejor salen allí más baratas las cañas. Porque, vamos a ver ¿a quién se le ocurre, cuando tienes ganas de 40 grados mínimo, que para eso es verano, irse a ver los fiordos, a pasar frío? Pues nada, al final transiges y visitas algún sitio petado de turistas españoles que van en grupo, cantando el “clavelitos de mi corazón” a voz en grito, mientras tú escondes la cabeza y aseguras ser croata, o letona, para que no te identifiquen con ellos. Que si te quieren tomar por hortera, que lo harán, sea por tus propios méritos y no por el de los viajes organizados.

Cuando vuelves y miras el extracto de la cuenta, te entran ganas de tirarte por la ventana, porque te has fundido el equivalente a la paga extra de un director general. Y vuelves a tener una maleta llena de ropa sucia, seis o siete tarjetas de fotos infumables que nadie va a soportar ver y poquísimo tiempo para hacer coladas, porque te vuelve a tocar salir corriendo, esta vez camino de Santiago de Compostela.
Crees que el Camino de Santiago te vendrá muy bien, porque algún moñas te ha contado lo de la catarsis que convierte a la niña en mujer, al imbécil en sabio y al calvo en melenudo. Encima, como vas a patita y duermes en albergues, puedes dar por sentado que te saldrá barato. Tururú, ilusa. Lo primero, te gastas un pastón en un equipamiento absurdo que es el equivalente a un rótulo de neón en medio de la cara, indicando “soy de Madrid”: unas botarracas que no hay quien las mueva, la súper mochila de pitiflús, efufendo material que repele el agua, el barro, los mocos y a todo el que la mira porque, además de horrorosa, es reflectante y va dejando ciega a la gente que va detrás de ti. Encima, te roza por todas partes y te deja unos ronchones en la espalda que parece que te has restregado desnuda por un campo de aliagas. Luego, descubres lo que pueden llegar a doler unos pies poco acostumbrados a trascar kilómetros y kilómetros. Toda la ropa que llevas en la flamante mochila, después del tercer día apesta y parece que, en vez de un equipaje de peregrino, llevas un queso de Cabrales ahí metido. Los albergues son ruidosos y están llenos si no llegas a destino antes de las once de la mañana, lo que quiere decir que, a tu paso de tortuga, con tus pies llenos de ampollas y tu mochila súperpoblada, debes salir a las dos de la madrugada.  Pues menuda catarsis, coño, que pasas de pardilla a pardilla contusa, agotada y maloliente, todo para cogerte un tren desde Santiago, que ni ver la ciudad puedes, que está llena de gente como tú de despistada, para llegar a casa hecha una mierda y no te has convertido, ni nada. Eso sí, no necesitas separar la ropa para la colada, basta con que metas la mochila entera en la lavadora y, cuando la sacas, poner un anuncio en “Segunda mano” para poder venderla a buen precio lo más pronto posible y olvidarte de este enojoso asunto… Salvo cuando alguien, en los años venideros, hable de hacer el camino y tú, como una hipócrita, se lo recomiendes y le digas que lo pasaste que te cagas y no volviste a ser la misma desde que lo hiciste... Qué cabrona eres.

Vamos, que este año me he dicho que su puta madre va a embarcarse en estas manidas aventuras, que yo me voy a mi pueblo y tan ricamente. Además, como me fundí la pasta en Semana Santa, tampoco me daba ni para un paseo en barca en el Retiro, osea que no había mucho que decidir.
Ya os conté mi lucha sin cuartel contra las arañas cabronas, pues han vuelto, las muy brujas. Cada mañana descubro una nueva tela en lugares insospechados. Pero tengo que aguantar como una jabata, porque todo el mundo se cachondea de mí diciendo que para qué tantos aspavientos, la de Madrid, si son molinillos. Ya, pero de café.

La paz de la vida rural, el reposo y el canto de los pajarillos… sí, esos que te cagan el coche y te toca bajarte al túnel de lavado, porque se corroe la carrocería, quién les pegará un tiro, por favor.
Todo el mundo empeñado en quedar contigo a las nueve de la mañana – o antes- para dar un paseo (“es que luego hace mucho calor”), arreglar la bici (“que a mí más tarde me viene mal”), a preparar la peña para la fiesta (“joder con los de Madrid, no hay quien os saque de la cama temprano”), ir al mercadillo (“que a última hora ya no queda nada interesante”) o lo que se os pueda ocurrir. Y todo ello acompañado de unas cañas o unos vinos o unas porras fritas, que a las dos de la tarde se te traba ya la lengua y estás deseando comer para echarte una siesta… Pero si lo haces te pierdes la partida de mus, o la de dominó o la de lo que  sea, donde siempre haces el ridículo porque esto no es lo tuyo.

Luego llega el momento de “tomar algo” (y qué has estado haciendo todo el día, me pregunto yo) con los coleguitas que trabajan y no pueden hacerlo antes y ver a cuatrocientas generaciones de parientes, en mayor o menor grado, que se interesan por ti, te cuentan que te han visto nacer y se ven en la obligación de informarte de lo mucho que has engordado desde el último año… y tú no puedes decirles que su puta madre también lo ha hecho, y mucho más que tú, porque entonces quedas como una borde.

Luego vienen las fiestas y para qué quieres más, eso es mejor contarlo en otra entrada. Pero el caso es que terminas las vacaciones con los pies llenos de callos, harta de lavar ropa, más gorda, con el hígado para hacer foie gras, la cuenta a cero y totalmente agotada. ¿Esto es descansar? Pues claro que no: esto es un estrés y un sinvivir.

2 comentarios:

  1. ¿Cerveza dices? La he aborrecido, pienso estarme bebiendo agua marca "Día" hasta el otoño (porque... viene la feria chica). Esto ya no es un estrés, es un escuatro.

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  2. Yo he desistido, la cerveza me persigue, ¿para qué luchar?

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