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martes, 23 de noviembre de 2010

¿Otro libro? ¡Pero si no hay sitio!

Como de costumbre, intitulo mi entrada nueva con una frase lapidaria porque, a ver, con la mano en el corazón: ¿Quién no ha escuchado esta obviedad unos cuantos miles de veces en su vida?
Nuestras madres, unas santas ellas, la tenían en su registro habitual, junto con otras nada despreciables como "me vais a quitar la vida", "porque te lo digo yo, que soy tu madre" y "recoge tu cuarto, que parece una leonera". Aunque, quizá, la que más hayamos sufrido todos es la de "¿qué horas son éstas de venir?".
Bueno, creo que me estoy desviando del tema de hoy, el tesauro para madres lo dejaré para otro día, que ahora me da la risa...
He sostenido toda la vida, sostengo y sostendré, per saecula, que no tener sitio para guardar un libro no es motivo para no tenerlo, sino una excusa que utilizan los copardes y aquéllos a los que no les gusta leer para tener el saloncito de su casa más bonito que un San Luis con refajo nuevo y ponernos a todos los dientes largos cuando vemos el nuestro, que los libros no caben en las estanterías y se agrupan en montones por el suelo, el techo, las paredes y la cisterna del váter. Pa eso, ole la polla de mi hemmana, que tiene hasta un revistero... en el váter, así no se le mojan los libros.
La librera a la que siempre voy me dijo en una ocasión que tenía unos cincuenta mil libros (jaaarl), pero no en la tienda, sino en su casa y que, ciertamente, a veces se angustiaba un poco, cuando no podía ni meterse en la cama sin tener que quitar antes la Enciclopedia Británica de encima. Imaginad que queréis echar un polvo y tenéis que levantar cuatrocientos volúmenes de a cinco kilos cada uno, como que se te quitan las ganas. Porque, para colmo, ella no es como yo, que le vale cualquier cosa que sea divertida, no: a ella le molan los diccionarios, imaginad, tropemil volúmenes, tochos enormes y, además, la espada de Damocles pendiendo sobre tí constantemente: ¿Sacarán un nuevo volumen de apéndices, no, podió podió, que se me hunde el piso?
Comparada con la suya, mi biblioteca es una caca de la vaca pero, de verdad, con unos tres mil ya me muero, no sé cómo imaginarme cincuenta mil en hileras, en montones, bajo el sofá (mi fantasma estaría encantado), en el tendedero, en dramático equilibrio... todo para que, siempresiempresiempre, el que necesites esté en la fila de atrás de la estantería más alejada, o en la parte de abajo de un montón de unos veinticinco y se te caiga todo en los pies mientras lo mueves. Uséase, que tampoco es tan pequeña mi biblioteca.
Encima, con los tiempos que corren, seguro que ya os habéis dado cuenta que es más barato pillar un libro que salir una tarde y que, si te dosificas, te da para todo el fin de semana (no siempre, pero vosotros intentadlo, todo sea por el ahorro), con lo que puedes llegar a fin de mes un poco menos agobiada si te compras un buen libraco que si te tomas unas cañas que, como ya dije el otro día ("decíamos ayer") aunque quieras una sola, acaban siendo tropecientas.
Bueno, pues todo este rollo tiene también otro lado malo: no sólo el problema de buscar el tomo que quieres, sino la mierda que se acumula en derredor. Sacas uno de la estantería y le tienes que pegar un resoplío, porque parece que los has recuperado de un yacimiento arqueológico en Egipto. Coges uno del suelo y, por un horrible momento, crees que hay ratones en la casa (iiiiiiiiiiiiih), pero no, son enoooooormes pelusas que se forman entre los montones (claro, entre que no cabe la aspiradora y, además, no la pasas nunca, so gorrina...). Vas a pillar el siguiente y, entre medias, aparece, sí, ¡un calcetín! ¡Pero no es tuyo! ¡Coño! Y eso si tienes suerte, a veces sale un cruasán a medio comer... Creo que estoy dando demasiados detalles.
Es terrible, pero el problema no tiene solución. Tener cerca una librería es un infierno, porque todos los días puedes babear convenientemente delante del escaparate. Item más, que decían antes, cuando te conocen, los de dentro te saludan diciendo "uuuuuuh, uuuuuuuh, uuuuuuúnete a nosoooooootros". Y da igual que no tengas pasta, porque siempre te lían con la historia esa de "mujer, pues ya me lo pagarás, que no se me va a olvidar". Ya te digo, ojalá se le olvidara, porque siempre picas en ese truco de mierda, viejo y barato pero, joder, qué efectivo. Al final acabas teniendo cuenta en una librería, qué fuerte. ¿Os imagináis? "Ponme en la cuenta Los hombres que no amaban a las mujeres, anda, que aún no he cobrado". "¿Te debo algo de este mes? Sí, las obras completas de Nicanor Parra". Alucinante.
A esto hay que añadir que luego llegan los cumpleaños, Navidades y demás eventos y, pa qué complicarse la vida, cuando abres los paquetes, todos son libros. Cierto que los pediste tú, en el pecado llevas la penitencia... Y los montones crecen y crecen y siguen creciendo. Yo espero a ver qué pasará cuando lleguen al techo, supongo que empezaré otros, pero me encantaría poder hacer un agujerillo y seguir hacia arriba. Creo que el vecino no estará muy de acuerdo. Snif.
Pero, qué queréis que os diga, me molan mis librillos, aunque me agobie cuando los veo amenazándome con caer sobre mí, cuando no encuentro el que busco y tengo que acabar por leerme un coñazo, cuando pienso en lo poquito que ocupa un e-book... sigo queriendo mis polvorientos ladrillacos. No tenerlos cerca sí que sería un estrés y un sinvivir.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Una caña sólo, que me tengo que ir

Probablemente, la de arriba sea una de las frases más largamente repetidas a lo ancho y alto de nuestra piel de toro y... además, una de las mentiras más repugnantes. ¿Quién, realmente, se toma sólo una caña porque se tiene que ir? Una madre que ha dejado a los hijos por doquier (no abandonados por ahí, mal pensados, sino en el cole, casa de la abuela, un cumpleaños, ballet, etc.), un diabético (si se toma más de una, malísima cosa) o alguien tan absolutamente disciplinado que nunca se encontrará en la lista de mis amigos (a lo mejor, por fortuna para él, porque mis amigos son como yo... o casi).
La primera vez que me recuerdo diciendo tamaña tontería, fue hace unos quince años, después de un examen. Palabrita que yo estaba convencida de irme a mi casa, que tenía cositas que hacer (si bien no recuerdo cuáles). Pero ahí entra la truculenta mente de los colegas: en un momento que vas al váter, hala, ya te han pedido otra. Con esa dinámica, te pasas la mitad de la tarde en el váter y la otra mitad bebiéndote lo que te piden mientras estás ahí dentro. Qué agobio, de verdad.
Y eso sólo es la primera. Luego, a alguna mente privilegiada se le ocurre pedir una tabla de quesos (qué ricos, oye) y, claro, el queso pide tintorro... o cerveza, como era en este caso.
Luego, como empieza la gente a alegrarse, pues hay que brindar por unos y otros, los cumpleaños pasados, presentes y futuros y la tía de la abuela del cuñado del camarero, que pone cara de póker pero, seguro, está hasta la bolilla de tí y tus colegas, ahí armando bulla y dando el coñazo. Y no os echa porque, al fin y al cabo, os estáis dejando las pelas.
Después, hay que brindar por el Atleti, que fue el último año que ganó la liga (snif), decir unas cuatrocientas tonterías, entre ellas "oye, que yo me tengo que ir". Y vosotros diréis: vamos a ver, ¿para qué tenías que irte tropecientas horas después? Pero tú ya no recuerdas exactamente qué es lo que tenías que hacer, aunque supones que era algo medianamente importante, si no, no habrías dicho que sólo querías una caña.
Entonces aparece en la tasca alguien que conoce a alguno de tus amiguetes y vuelta a empezar: que si "cuánto tiempo", que si "tómate algo", que si "mira, ésta es ésa y ése aquél", presentaciones diversas que dan para otras tantas cañas. Tú, ahí, subsumida en vasos (mola el palabro, lo decía una jefa mía), que se te acumula el trabajo y la cosa se agrava, porque cada vez te haces más pis.
En ese momento, descubres que alguien pidió una de bravas y te las tienes que apretar, porque se están quedando frías, pero otro alguien te larga otra cerveza para que pasen, porque es mentira, no se están quedando frías, queman como demonios y te has escaldado la lengua. Piensas, por enésima vez, qué porras pintas tú ahí, si tenías, en realidad, que irte... Pero tu voluntad es cada vez más débil. Por fortuna, de otra forma, quedarías como una nenaza aburrida y la fama cuesta, como decían en la tele hace milientos siglos.
A todo ésto, las once de la noche... y tú tenías que irte a las cinco, malhaya sea tu suerte. Así que alguien te dice "si ya no llegas, tómate otra, mujer" y tú piensas que, efectivamente, de perdidos al río y te tomas una, que tampoco vas a ir muy lejos ya...
De esa forma llegas a la penúltima, porque el camarero siente compasión de vosotros y decide invitaros a una ronda. Nos ha jodío, doscientos millones de euros en una  tarde, es para invitarte a seis o siete, no a una... Generoooooooso. Y tú no vas a decir que no, claro está, que te quedan doce brindis más por la exaltación de la amistad y esas cosas que pasan ya a estas alturas. Oéoéoéoé.
Total, que llegas a casa a las mil y te encuentras lo que tenías que hacer, tan mono ello. Pero menudo cuerpo que traes para ponerte a resolverlo.
Qué queréis que os diga, nunca se puede creer que te vas a tomar una sola caña, porque jamás lo haces y, al final, es un estrés y un sinvivir.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Yo sólo iba a por el pan...

Me apuesto las orejas y no las pierdo (por favor, que no las pierda, que cómo me voy a sujetar las gafas si no) a que a todos os sucede esto con más frecuencia de la que quisiérais:
Típico día sin pan (casi siempre, condenada al puto molde, snif) y te dices: pues voy a comprar una barreja. Te bajas a la tienda en chándal y chancletas (porque sólo vas a por el pan - creo que, con la nueva ortografía ésa de los huevos, el "sólo" ya no se acentúa, que estrés de verdad) y, según entras en el súper, recuerdas que no tienes detergente para la lavadora, menos mal que has venido aquí y no a la panadería.
Como han cambiado la distribución en el supermercado, qué manías tan tontas, oye, pasas por delante de los dulces de Navidad, que están ya ahí preparados y sólo es noviembre... justo la única época del año en que me apetecen polvorones y mazapanes. Oye, qué ricos, unos poquitos... Ay, y tomates, que el único que queda en el frigo está tan arrugado y putrefacto que da miedo, cualquier día me ataca.
¿Dónde coño está el puto pan? Anda, mira, si están de oferta las pechugas de pollo, quinientos kilos, pues congelo y me duran más. Y yo, ¿qué congelador tengo, de 900 metros cúbicos? Y tanto pollo, joder, con la de hormonas (hormonísimas) que tiene. Hormonas empanadas, hormonas a la naranja, hormonas fritas, nunca imaginé que la hormona se pudiera cocinar de tantas formas. Creo que me estoy liando.
Voy a aprovechar para coger unas cuantas latas, que luego siempre vienen bien para resolver una comida de última hora: que si atún para ensaladas, maíz (transgénico y baratísimo, como a mí me gusta...), un par de concesiones: fabadillas, lentejas y tal, catorce mil calorías pa'l body. Bieeeeeeen.
Pero bueno, ¿el pan no estaba antes en este pasillo? ¡Anda, queso! Sólo un poquito, que luego me lo como...
A todo ésto, he tenido que salir a coger un carrito, porque tenía ya los brazos como un mozocuerda de tanto paquete... Y sigo sin encontrar el pan. ¿Se estará escondiendo de mí, el muy cabrón? Pero las cerves, allá se las distingue, tan erguidas ellas, bíjate tú, oferta de marca el Pato, ¿a qué sabrá?
Un pasillo lleno de cosas de cereales, lógicamente el pan debería estar aquí, con sus amigos... Pues no, en cambio hay tropemil historias empaquetadas para desayuno, de esas que se quedan duras y se sorben toda la leche ellas solitas, las muy glotonas. Las odio, pero me llevo un paquetillo, para no entretenerme preparando desayunos. Qué ajco. Y el pan ha huido.
Uy chocolateeeee. No, esta vez no, que luego ya sé cómo acaba la historia. Bueno, unas chocolatinas, que son pequeñitas...
Anda, mira, estoy al lado de la caja y está libre. Ésta es la mía. Pero, ¿cómo me llevo todo esto? No traigo carro, ni na de na y me da palo coger doce mil bolsas, estoy en plena ráfaga ecoloalgo. Bueeeeno, compro un par de bolsas reciclables, que luego me valen para más veces. Una mierda, tengo doce mil en casa, nunca han vuelto a salir, desde el día que las compré, se sienten secuestradas y suuuuuuufren. Jaarl.
Hala, muy bien, la broma me ha salido por un montón de pasta. Además, tengo los pies helados, porque bajé en chancletas, me toca subir la compra a pulso, con lo que pesa. Y, obviamente, no he traído pan. Pues ahora baja su puta madre. Yo me quedo aquí, con el molde asqueroso y los biscottes.
De verdad, no compréis nunca pan, sale carísimo, engorda un montón y, además, es un estrés y un sinvivir.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Fenómenos paranormales (uuuuuuuuh, qué mieeeeeedo)

Anoche estuve viendo un ratejo el programa de Iker Jiménez y comprendí, con un súbito ataque de lucidez (me dan pocos, pero alguno sufro de vez en cuando) que no necesito la tele, que mi vida se ve constantemente afectada por fenómenos paranormales y eso da miedito. Yo creo que tengo material suficiente para montar mi propio espacio de televisión. Probablemente lo titularía "Fantasmas, un estrés y un sinvivir". Qué original ¿verdad?
Podría empezar con un capítulo dedicado a casas encantadas, en las que extrañas presencias alteran mi cotidiano trajinar. A continuación, dedicaría una parte a fotografías inexplicables, luego me entretendría en noticias de actualidad y, por último, contaría una genuina historia terrorífica. Total, unas dos horas de tabarra que os tendríais que tragar, fermosos lectores.
Efectivamente, mi casa está encantada. A veces, en medio de la densa nube de la calefacción, una ráfaga fría me hiela los huesos, como si una mano gélida se me posara en el cogote. Quizá sea el espíritu de la anterior dueña de la casa pero, por lo que se paga de calefacción al mes, más me creo que sea que estas putas ventanas no cierran, sobre todo la corredera del salón. Y sale barato un cristalero, como para arreglarlo, con los tiempos que corren.
Otras veces, los objetos se mueven misteriosamente. ¿Dónde está el libro que estaba leyendo? Si lo tenía en el brazo del sofá... ¿Por qué ahora está justo debajo? ¿Habrá sido el espectro o el patadón que le he dado hace un momento? Miro con una linterna debajo del sillón y veo los restos de una vida alternativa: huesos de aceituna, un lápiz, dos pinzas de la ropa... alguien muy delgadito, o un espíritu, está viviendo ahí y se deja todo el ajuar a la vista. Intento sacar el libro usando el palo de la escoba y ésta se rebela y me pega un estacazo entre los ojos. Sí, tiene vida propia, es la escoba de una bruja... Y el libro se abre solo, por la página 666, justamente ahí perdi mi  boli nuevo... o se lo llevaron los monstruos, no me extraña que se abra el libro, ni que no encontrara el boli, ¿habrá sido cosa mía o del fantasma?
¿No os vale con estos ejemplos? Pues ahí van más cosas: ¿Qué fue de mis calcetines? Nadie lo sabe, pero sólo encuentro uno de cada par. La lavadora calla, pero creo que sabe algo. Seguramente alguien de la cadena de montaje sufrió horribles mutilaciones mientras la ensamblaba y su espíritu, sin descanso, se venga en mis calcetines.
Y lo peor sucede, como siempre, por las noches. A veces, cuando todo está en silencio, se perciben claras psicofonías... del vecino de arriba, que folla a gritos con la novia. Pero, oye, en la oscuridad da hasta miedo. Intento grabarlas, pero no me chufla el cassette. Tal vez un duende informático, tal vez que tiene 20 años y le faltan las pilas y la cinta. Además, ¿dónde puedo reproducir ahora una cinta? Misteriooooooooo. Todo en mi casa es misterioso.
Pasando al segundo apartado, las afotos misteriosas. Nadie ha resuelto aún el enigma de por qué salgo con cara de culo. He oído comentarios acerca de antepasados que nunca quisieron fotografiarse. Quizá se venguen de mí por vender tan barato mi espíritu... o soy así de fea, que ha sido siempre mi hipótesis de partida.
Pero lo que sí es paranormal es esa mano perversa que, en las fotos de grupo del BUP, me pone orejas de burro. He investigado a varios alguienes, situados detrás de mí en estas tétricas (no hay otra forma mejor de describirlas) imágenes y todos ellos perjuran que la mano no es suya. Es evidente que un espectro furioso me llama borrica con todas las letras. ¿Quién me liberará del maleficio? A lo mejor, con un buen exorcismo aparezco fermosa y sin orejones.
La sección de noticias de actualidad, también tiene miga en mi caso. Tras intentar depilarme el bigote con unas pinzas, mi cara parece haber sido atacada por un chupacabras. ¿A alguien más le sucede? Pondría aquí fotos para demostrarlo, pero la mano fantasmal me pondría orejas de burro y ya estoy harta de cachondeíto. Snif.
Y, para el final, dejo el relato de terror: Esto era una chica que está en casa, repanchingada, durmiendo la siesta, cuando extrañas musiquillas invaden su sueño. Es la reina de la noche, que pugna por abrirse paso en mi mente. Siento que es el preludio de algo terrible, su (mi) corazón lo sabe y lo teme, pero no puede (puedo) hacer nada para remediarlo. Consigo abrir los ojos, sobresaltada, y coger el puto teléfono, tengo que quitarle la musiquilla de Mozart, me pego unos sustos que pa qué con ella. Descuelgo y, sí, horror de los horrores, una voz indistinguible, salida también del universo de las psicofonías, me dice "hola, soy Pepita Pi, de Pitflús telefón y quiero explicarle las enooooormes ventajas de contratar con nosotros una mierda de línea telefónica, para poder seguir recibiendo toooooda su vida este coñazo de llamadas, ya que nadie más que los que queremos vender algo usamos el fijo". Cojones. Menos mal que, la mitad de las veces, cuando encuentro el teléfono ya han colgado, porque primero intenté contestarle al mando del DVD.
Como habréis comprendido, esto no puede ser, tantos fenómenos paranormales van a acabar conmigo. Esto es un estrés y un sinvivir.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Los números mienten... y mucho

Venía pensando esta tarde en ese magnífico bolo que nos hemos tragado todos, sin pestañear siquiera: que los números son algo exacto y que si queremos ajustarnos a la realidad, lo mejor que podemos hacer es expresarlo mediante cifras. Eso lo deben decir los matemáticos, para que no desesperemos en el cole. Valiente cagada.
Cuando me voy al curro, por las mañanas, en un momento puedo ver tres relojes digitales diferentes: el del bisho (digo mi coche), el de fichar y el de la entrada. ¿Os lo imagináis? Qué listos. Pues sí, cada uno marca una hora distinta. En el caso de mi coche, encima, la hora de verano (aún no lo he cambiado, me suelo acordar en mayo, justo antes de volver al horario del calorcito, lo sé, soy un poquito desastre) más unos cinco minutos de adelanto. Y siempre me pregunto: ¿qué puta hora es? A quien le pida ayuda, siempre me dirá que el bueno es uno distinto, seguro. ¿Llego pronto, tarde, a tiempo? Lo ignoro. Snif.
Al volver, según salgo de Alcalá, en la fermosa rotonda de mis amores (sí, ésa, la más gorda) veo una señal monísima, que pone "40". Y yo, toda hábil, deduzco que es el límite de velocidad. Ilusa de mí. Me meto en medio del berenjenal, cagando leches, más o menos a 10 por hora y con un sólo carril (todo él de tontos, debe ser). Motivo, el de siempre: alguien, mejor dicho, varios alguienes, acompañados de enorme y acojonante grúa y una colección de conitos naranjas como sacados de una caja de Playmobil, están buscando el tesoro de turno (o embarcados en alguna obra, nunca se sabe muy bien). Lo cachondo es que la señal es amarilla, verbigracia, señal de obras. ¿Se está cachondeando de mí, entonces, el indicativo icterícico de los huevos? NO, es que miente, como todos los números.
Me pongo a pensar en las señales que indican velocidades improbables y veo, al mismo tiempo, que el cuentakilómetros tiene una rayita roja en el 130. Pero ¿el límite de velocidad en España no era 120? ¿Por qué me marca esa tontería? Y recuerdo que en la autoescuela decían que se aceptaba un desfase de un 10 por ciento, respecto al límite de velocidad, sin incurrir en sanción, porque podía deberse a la calibración de cada cuentakilómetros. No sé si esta chorrada será ahora válida, pero las cuentas siguen sin salirme. En teoría, si es así, podría subir hasta 132 kilómetros por hora, no a 130. ¿Lo redondean en 10 kilómetros por encima? Pues volvemos a lo que decía antes, que los números mienten, coño.
Pero no penséis que ahí acaban las tontunas, no, la cosa sigue: llego a Madrid y voy a recoger unos pantalones muy chulos (bueno, seguro que a vosotros os parecen una horterada, pero a mí me molan y soy yo quien se los va a poner, así que os fastidiáis) y me dice el tío: "¿qué talla gastas?", "una 44", le digo yo (menos risitas, ¿eh?). Viene con unos en la mano, con enorme pegatina que pone "46". Lógicamente pienso, ¿me está llamando culo gordo, el tipejo éste? Pero él, en cuanto me ve la cara, me suelta: "es que la 46 de esta marca es como la 44, dan poca talla." Y tan poca, hay que joderse. ¿Para qué le pondrán tallas? Bastaría con que el vendedor te mirara un rato el culo y sabría cuáles te valen, en vez de hacer tú el merluzo diciendo numerajos, que no valen para nada. Acabarás yendo a probarte unos vaqueritos, divinos de la muerte, de la talla 54 y tú, con cara de "esto es lo más natural del mundo" puedes decirle a todas las que te estén mirando y pensando, "pobre foca", alguna gilipollez como "no, si es que dan poca talla, me pruebo los más enormes y luego voy bajando, que es más fácil".
Pues no es todo, no vayáis a creeros. Al volver, en la parada del autobús, veo un fastuosísimo panel luminoso, donde aparecen los números de los autobuses  que pasan por allí y el tiempo de espera. Me fijo bien en el tropemil, el mío: 6 minutos. Mosqueada ya de tanto numerajo, empiezo a contar, al tiempo que miro la pantalla. Veo como van pasando los minutos y mi autobús desaparece de la pantalla, pero no aparece por la calle. En teoría, ya llegó, pero yo, junto con unas cuatrocientas personas que han llegado en esos supuestos 6 minutillos, seguimos ahí, con cara de tontos. ¿Para qué ponen ese panel? Saldría más barato un póster.
Cuando por fin llego a casa, saco un paquete de calcetines sin abrir y veo que pone "tallas de 36 a 40" (o algo parecido, he tirado la etiqueta, por falsa y por cabrona). Yo gasto un 38... ¡y no me valen! ¡¡¡¡Joder!!!! ¿También tengo gordos los pies? Debe ser eso, porque antes gastaba un 37. Es que cambiaron el tallaje de los zapatos, ¿véis como mienten, los muy bellacos?
Estoy segura que, cuando vaya a comprar el segundo volumen de "Sinuhe el egipcio" me dirán que ahora el tomo dos es el siete, que lo han cambiado en la editorial. Y me quedaré sin conocer el final de la historia. Menos mal que ya lo leí.
Hacedme caso, olvidaos de los números, que os engañan. Creer en ellos es un estrés y un sinvivir.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Bienvenida al carril de los tontos

Tengo que reconocerlo, es el mío. Desde que me saqué el carnet de conducir, tengo plaza reservada en el carril de los tontos. Ya sabéis, el que siempre va más lento.
Lo cachondo es que este puto carril no es siempre el mismo, sino que te acompaña: si vas por la derecha, es el de la derecha, todito lleno de incorporaciones. Si vas por el del centro, está petado de mendrugos circulando a 70 por hora. Si te echas al de la izquierda, seguro que unos kilómetros más adelante hay una hostia y tú y tus precedentes os convertís en una procesión, tan mona y tan lentita ella.
Que conste que llevo años intentando librarme del nefasto influjo de esta vía que no lleva a parte alguna... sin un retraso de cojones. Pero no hay manera.
Cuando salgo por las mañanas camino del curro, el carril de los tontos ya está constituyéndose, y eso que salgo con las gallinas. De hecho, tengo un convenio con el ayuntamiento de Madrid: yo les pongo las calles del barrio y ellos no me cobran la ORA. Pero eso es otra historia que llamaré "el que madruga, encuentra todo cerrado" (lo pone en una camiseta mía, que conste). Siempre creo que le pillaré despistado y conseguiré escapar, pero ¡quia! el muy maligno me está esperando.
Pero, como es así de asqueroso, me engaña. A las siete menos cuarto, el carril de los tontos tiene un montón de huecos libres, así que puedes ir, maomeno, apañándote, hasta la curva de San Fernando o por ahí y crees que, por hoy, lo habrás dejado atrás y le tocará a otros pringados que no se levantan prontito, como tú. Jajá. Es entonces cuando una recua, digo yo que de sanfernandeños, se abalanzan sobre mí y  ¡hala! ¡ya estamos! Todos los tontos juntos, mientras que los otros dos carriles, o bien van tan agustete o, por lo menos, mantienen un tráfico decentillo.
Ahí llega el momento "mástonto", cuando TODOS  a la vez decidimos cambiarnos a otro carril y, lo más cachondo, es que todos elegimos el mismo. Esto se llama unanimidad. Entramos, por tanto, en la segunda fase que ya comentaba antes: el carril de los tontos no siempre es el mismo, pero yo siempre estoy en él, acompañada de otros cuatrocientos mil millones de coches. Así me gusta: tonta, pero con dos cojones.
Mariconeando, marcioneando, nos tiramos, por lo menos, hasta Torrejón de Ardoz, donde hay una tercera avalancha en el carril de los tontos. Mooola, ya somos otros tropemil más, haciendo el caracol (por lo despacio que vamos y por lo babosos que se ponen algunos) por la A-2. Pues sí que estamos buenos.
Siempre pienso que, la próxima vez, haré una jugada astuta, con un cambio ultrarrápido de carril, para saltar esta incorporación y colocarme en mi sitio más adelante. El problema, que siempre hay algún ansioso que, por entrar en nuestra particular vía de merluzos, que es la que le mola, se la pega entre el 22 y el 23, justamente por donde yo me desvío hacia esa Alcalá de mis amores, testigo de buena parte de mis tontunas. Y, claro, si le sorteo, luego no puedo meterme por la desviación que me toca, ya que todo está lleno de mis amigos y colegas, los tontos, que no se han movido (ellos sí que saben). En fin, que si lo hiciera, me pasaría la entrada y tendría que seguir en el carril de los tontos, al menos hasta La Garena.
Total, que hago todo el recorrido a dos por hora, que parezco el caballo de un fotógrafo y, encima, aguantando las lucecitas de los cagaprisas y los 8X8 (expresión que le agradezco a la Gusi y el Guzmán), que seguro se están cagando en mis muelas, pensando que la culpa es mía y únicamente mía. Pobres ilusos, no comprenden que, una vez que has probado las delicias de ese carril fatal, te acompañará durante todos tus años de conductor.
De verdad, no conozco a nadie que, una vez entrado en el carril de los tontos, haya sido capaz de salir de él. Esto es un estrés y un sinvivir.