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martes, 26 de marzo de 2013

¿No será que tenemos las gafas sucias?

Esta mañana he vivido una escena que, no por cien veces repetida, es menos estresante: Las seis y media de la mañana y yo sin poder desayunar, no porque no haya comida en la nevera, que está petada (mi trabajo me costó el sábado, todavía arrastro el lumbago), sino porque no veia nada...
Ya sé que me diréis "pues haber encendido la luz, so panoli", pero lo más penoso es que estaba encendida. El problema era otro: no llevaba puestas las gafas. Y el segundo problema, mucho peor: sin ellas no veo un pimiento así que ¿cómo porras voy a encontrarlas?
Exactamente, pues a tientas. Así que, tanteando por aquí y por allá, les puse la mano encima (casi las espachurro), oh, felicidad. Por cierto, estaban en la tapa del váter. ¿Por qué demonios las pondría allí? Mejor no investigar.
Supongo que imaginaréis que, una vez encontradas mis fermosísimas amiguitas, he podido comerme felizmente un bocata. Bueno, si se puede hacer algo felizmente a las seis y media de la mañana... Y no seáis guarros por ahí, que eso queda para otra entrada. Pero noooo, qué vaaaaaaa. Lo único que he conseguido es el familiar peso en las orejas.
Pensando que podía estar sufriendo de un repentino caso de ceguera por vete tú a saber qué extraña razón, he tardado en comprender (y es que a esas horas está una bastante espesa) que no era ceguera, ni estaban fundidas las bombillas, ni nada parecido. La explicación era muchísimo más simple: mis queridos lupos estaban, como casi siempre, cubiertos por una espesa capa de detritus (snif).
Porque, lamentablemente, desde que mi amigo Hugo terminó el doctorado y se volvió a la Argentina, nadie se cuida de limpiarme las gafas... Ni siquiera yo misma.
Resulta que Hugo, que también usaba gafas, tenía una encantadora costumbre: limpiárselas con frecuencia. Y como nos pasábamos el día en la facultad y echábamos muchas horas juntos, cada vez que sacaba la gamucilla y restregaba las suyas, procedía, a continuación, a hacer lo propio con las mías. Eso son amigos.
En fin, que Hugo se marchó y se llevó con él la gamuza y mis buenas intenciones de seguir su ejemplo. Desde entonces varios pares de gafas han pasado por mi nariz y todos igualmente gorrinos. ¿Será, tal vez, por eso, por lo que siempre pienso que va a llover y luego ni está nublado, ni nada?
Entonces he recordado esa peli que se llamaba "Mi gran boda griega", donde el padre de la novia opinaba que toooodo en esta vida podría arreglarse con un buen chorro de limpiacristales y he pensado que eso podía ser la solución a mi problema.
Efectivamente, lo que se aprende en el cine. Con un par de pulverizadas (porque, tras la primera, se me ha ocurrido secar los cristales con la toalla y se han llenado de pelusillas y he tenido que repetir la operación) han desaparecido los salpicones de croquetas, el eterno polvillo del tóner de la impresora y esa mugrecilla que dicen que no hay en el aire madrileño porque es de primerísima calidad.
¡Qué barbaridad! ¡Si he comprobado que ya amanece más pronto! No me había dado cuenta...
Y no hay niebla en el trabajo, ni mis compañeros son grises. Esto es maravilloso.
Pensando pensando, se me ha ocurrido que, a lo mejor, la situación actual está tan fea porque tooodos, sin excepción, tenemos las gafas sucias y nos conviene echarles un chorrazo de limpiacristales.
¿Cómo se verá la prima de riesgo con los cristales limpios? Seguro que tan remonísima y sonriente. ¿Y las cifras del paro? Obviamente, de color de rosa. Los casos de corrupción ¿se verán reducidos a meros nubarroncillos? ¿Las declaraciones de los políticos? ¿Y qué decir de la Ley de Transparencia? Seguro que ya, de transparente, ni se ve ni nada...
De camino al curro he ido rumiando esa idea, la de ver el mundo con las gafas limpias para no añadirle más mierda de la que ya tiene. No sé yo...
Por si acaso, hoy no he visto las noticias, ni he leído el periódico, ni nada.
... Porque, la verdad, con las gafas limpias y sucias, lo que veo últimamente a mi alrededor es un estrés y un sinvivir.